Hoy, fue un día muy especial. Al vislumbrar la mañana por la ventana, el gris omnipotente del cielo me sorprendió de tal manera que las sabanas se deslizaron por mis piernas como envidiándole. Un vendaval salvaje agitaba los maderos que con tantos esfuerzos mis padres colocaron para mí, como techo. Vi volar una casa ajena. Fue una vista excelente. Como muchas películas no dignas de mencionar. Mi corazón saltó loco de euforia, al entender que me estaba quedando atrás. Me levanté como un loco, tomé las ropas del día de ayer y de una poderosa patada derribe la puerta de mi hogar. Me encontré con el mundo. Las últimas personas corrían, con una espectacular cara de espanto en sus rostros. Tras una carcajada asombrosa, me lancé a correr a favor del viento. Me vestía conforme avanzaba, casi tropezando, entre risa y aliento. Cuando ya estuve completamente cubierto, ya no había nada que me detuviera. Mis piernas daban saltos de gigante, pues el viento me impulsaba hacia adelante y arriba. Siempre arriba. Mis brazos parecían alas, más de avión que de ave, pues dirigían mi curso. No negaré que me gustaba pisar. Se sentía seguro y reconfortante. Fue divertido el ver un auto volar por encima, con una rapidez mayor a la mía. Pensé que no era justo que una máquina me ganara. Apliqué todo lo aprendido en atletismo, los consejos aparentemente inútiles del viejo profesor. Tras zancadas del tamaño de un rio, superé al automóvil. Pero no era suficiente. Mi virtuosa alma quería más. Mi cuerpo me exigía la adrenalina máxima, que solo podía conseguir un reto más osado. Frené con lo que me quedaba de zapatillas. Me saqué hasta la última prenda. Así, desnudo, como llegue al mundo, grite a los cielos, al infierno, a cualquier cosa viva que me escuchara, que ese no era el final. Mi alarido valiente detuvo el huracán. Y este contestó bramando en mi contra con toda la fuerza natural. Y me preparé. Lo mejor del universo me pasó en ese momento. Sentí como el viento enfurecido azotaba mi piel. Me desgarraba. Reí como un loco, desafiando. Y tras esquivar uno y que otro árbol arrancado, me puse a correr contra la corriente. En mi trayecto, me di cuenta de que no quedaba persona viva, que le hiciese frente al gran poder que se oponía a mi voluntad. Y tan solo ese pensamiento, me hizo excitarme a tal modo que no hubo ninguna duda de que estaba en el lugar correcto. Corrí veloz, con inteligencia, esquivando las ráfagas mas duras, aquellas que serian capaces de partir el planeta en dos. Una sonrisa se dejó ver en mis labios. Era completamente feliz. Hasta que el viento no toleró más mi osadía. Uso todas las dimensiones posibles y me atacó a deshonor. La absoluta presión que recayó en mi cuerpo era lo más desafiante, lo más destructivo. Me hizo detener la alocada carrera que llevaba. Me hizo apretarme contra el suelo. Con la sonrisa de dientes apretados, me cerré en mi interior. Y encontré la fuerza. Era hora de ponerle fin a esta disputa. Extendí todo mi cuerpo, en señal de aparente debilidad humana. Y la ráfaga atacó sin piedad, para derribar la esperanza humana pura. Entonces fue mi oportunidad y le robé lo que me pertenecía por derecho. Me robe su ser. Fui el viento. El poder mismo. Me abrí paso a través de sus brazos, riéndome de sus patéticos intentos de vencerme. Y volví correr. Esta vez, hacia arriba. Y conocí la verdadera velocidad. Superé a los huracanes. Salí del planeta. Se volvió aburrido. Me preocupé de las estrellas, que a esas alturas ya eran simples líneas blancas viajando contra mí. Atravesé una, quemó un poco, pero no lo suficiente para ralentizar mi ahora omnipotente velocidad. Y cuando estaba llegando a un límite insospechado del universo, una palma en mi cara me devolvió a la realidad. Sentí miedo.
Desperté.
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